SOCIALES
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Narcotráfico y democracia: la experiencia colombiana
COLOMBIA ES UN TEMA
Jorge Orlando Melo
Para los colombianos de hoy, la droga se ha convertido probablemente en el fenómeno de mayor impacto sobre la vida nacional del último medio siglo. Al narcotráfico se atribuyen, en diversas medidas y con grados variables de exactitud, efectos de todo orden. Para algunos, la exitosa marcha de la economía durante los últimos veinte años tiene en los recursos generados por la venta de drogas una de sus causas principales. Para otros, la violencia, que ha afectado al país en un grado desconocido por cualquier sociedad que no se encuentre en una guerra abierta, es atribuible ante todo al impacto de los grandes grupos de delincuentes generados por el tráfico de estupefacientes. La destrucción del sistema judicial, la impunidad habitual, la corrupción creciente, son atribuidos en forma usual al papel de los comerciantes de estupefacientes. Dineros y recursos, a su vez, han permitido en opinión de muchos que la droga influya sobre los hábitos de consumo, la cultura diaria de la población, el manejo de los medios de comunicación, las campañas políticas, los partidos, y en general sobre la distribución del poder. No solo algunos periodistas extranjeros o los retóricos funcionarios del gobierno norteamericano caracterizan a Colombia como una narcodemocracia: nuestros mismos compatriotas ven con diaria reiteración las noticias que muestran como el congreso, los alcaldes de remotas localidades, la justicia o los funcionarios burocráticos están penetrados, influidos, orientados por los narcos.
Como ocurre siempre en situaciones complejas y dramáticas, estas caracterizaciones encierran mucho de verdad pero al mismo tiempo se someten a la lógica de una retórica que en pocas áreas ha tenido tanta fuerza como en esta. El narcotráfico, en todo el mundo, es un fenómeno que se entiende poco pero se denuncia mucho, en el que las percepciones inmediatas nunca ceden ante las evidencias pausadas de la investigación, en el que los intereses de los gobiernos y de los medios de comunicación favorecen visiones sensacionalistas y extremas, que dificultan captar en su nivel real la magnitud del fenómeno y analizar las difíciles tramas de causalidad e influencias que los afectan.
En este texto, en forma somera, tratare de hacer una presentación esquemática, pero que espero no pierda todos los matices, del problema del narcotráfico en Colombia durante los últimos años, tratando de seguir este proceso, y el de sus variadas influencias sobre la vida Colombiana, teniendo siempre como punto de referencia su impacto sobre la política y la economía del país.
Una sociedad en transformación acelerada.
No sobra señalar, como punto de partida, que Colombia es una sociedad que ha enfrentado cambios acelerados en todos los aspectos de su vida económica, social y política. El narcotráfico ha surgido en una sociedad en la que se encontraban en cambio rápido las estructuras económicas, los patrones de distribución de la población, las estructuras urbanas, la estructura y función del estado, los valores sociales y éticos, las costumbres y creencias.
Estos cambios han estado acompañados por niveles de violencia y de desorden muy altos, y por el desarrollo de conflictos de toda clase que parecen lanzar periódicamente al país a situaciones en las que no parece haber salida. Para los Colombianos, nada es más familiar que la sensación de que el país se encuentra siempre en crisis, al borde del colapso, "en el filo del caos", como se llamo un importante libro publicado en 1990. (Leal y Zamocs, 1990)
Pero al mismo tiempo, hay razones para creer que detrás de esa crisis aparente se encuentra un sistema relativamente sólido y estable, capaz de adaptarse a las más variadas situaciones, y en el que la crisis, la violencia y la agitación parecen estar siempre acompañadas de desarrollo económico, cambio social y avance político. Intransigencia y polarización se acompañan del recurso frecuente al dialogo y a la confrontación. Las ciudades destruidas renacen de sus cenizas: Medellín pasó, tras la muerte de Pablo Escobar, de un estado en el que sus habitantes no querían vivir en ella, la ciudad más violenta del mundo, con la crisis más profunda, a la imagen de un paraíso en construcción. Quienes parecen en un día irreconciliables enemigos se unen con facilidad a la mañana siguiente. Liberales y conservadores, después de promover unos enfrentamientos que llevaron a la muerte a 100000 o 150000 personas, entre 1947 y 1957, firmaron un pacto para repartirse el poder público durante 16 años. Grupos guerrilleros, como el M'19 o el EPL, tras enfrentarse a muerte con terratenientes y paramilitares, no tuvieron dificultad para pactar no solo con los agentes del gobierno, sino con las mismas víctimas de sus acciones.
Además, la existencia de procesos profundos de rápido cambio hace difícil determinar la extensión en la que fueron debidos al narcotráfico, o que este los acelero y promovió. ¿Cómo separar, en el análisis de los cambios de valores y conducta que permitieron la generalización de la corrupción en el manejo estatal, la influencia de cambios culturales como la pérdida de capacidad de control social de la iglesia, evidente desde los sesenta, del papel que tuvieron los esfuerzos, acompañados de sumas inmensas, de los narcotraficantes por someter el estado, o del influjo de las imágenes de riqueza y consumo conspicuo promovidas por las grandes fortunas de la droga? ¿Cómo evaluar los niveles de violencia que habría tenido una sociedad en la que antes del narcotráfico había ya una vigorosa guerrilla, en la que en mucho sectores rurales la justicia por cuenta propia era frecuente, en la que la policía y el ejercito habían desarrollado métodos de enfrentar al enemigo que se salían de las normas legales, pero en la que el narcotráfico hubiera estado ausente, con lo que es atribuible a su acción? No es fácil, y esto lo muestra la existencia de argumentaciones serias, con apoyo académico, que sostienen, por ejemplo, que el narcotráfico es el principal factor en la violencia actual del país, y los que consideran que a su impacto solo se debe el 2 o 3% de los homicidios que ocurren en Colombia. Muchos de los factores mencionados pueden esgrimirse al mismo tiempo como elementos que contribuyeron a favorecer el surgimiento del narcotráfico y como los resultados de su acción: así ocurre con el debilitamiento de los valores religiosos, la secularización, el afán de enriquecimiento, la tolerancia de la corrupción, el recurso a la violencia, la ausencia de sanciones penales para el delito.
Recordemos, en todo caso, algunos de los procesos de transformación que se aceleraron en Colombia hacia 1960, y que estaban en pleno desarrollo cuando irrumpió gradualmente el tráfico de drogas:
1. Un proceso de urbanización acelerado, que desplazaba centenares de miles de campesinos hacia las ciudades y los colocaba en nuevos contextos culturales y sociales. Colombia paso de tener una población rural del 70 % a una que hoy tiene menos del 25% en 40 años. Una ciudad como Medellín multiplico su población por 12 veces 30 anos.
2. Una transformación económica concomitante, que disminuyó el peso del sector agrario, modernizó el sector industrial y expandió aceleradamente los sectores de servicios. Esta transformación estuvo acompañada, sobre todo en las dos ultimas décadas, por un crecimiento rápido de lo s sectores informales de la economía.
3. Una ruptura de las formas tradicionales de control social. Colombia era una sociedad sin amplia fuerza armada estatal en la que valores tradicionales morales, formas de dominio y opresión religiosa, etc., mantenían la moralidad pública. Todavía hoy, después de 50 años de lucha contra la guerrilla, el ejército colombiano no es de los más grandes de Hispanoamérica, y existen más de 1200 núcleos urbanos en los que no hay ni siquiera un policía. La perdida de poder de la iglesia se expreso rápidamente en la incapacidad para impedir el proceso de aceptación masiva de los mecanismos de control de la natalidad (Colombia paso de tasas de natalidad del 4.4& hacia 1970 a tasas de 1.8% en la actualidad), pero también en la generalización de las conductas ilegales e "inmorales" por parte de la mayoría de la población: a pesar de que los filósofos y analistas sociales del país claman por la constitución de una "ética civil" que reemplace la perdida ética religiosa, aquella no ha surgido.
4. Las estructuras sociales se alteraron rápidamente y en todos los sitios y actividades surgieron nuevas clases medias, nuevos dirigentes políticos, nuevos empresarios, nuevo sectores económicos dominantes. Lo que existía de oligarquía tradicionalista fue en general desplazada por grupos ascendentes de muy diverso origen, aunque en algunos sectores de la vida nacional existen algunas continuidades identificables como oligárquicas: la prensa, todavía ante todo una prensa de familia, es un buen ejemplo de esto, así como algunos sectores de la vida política: los hijos de los expresidentes aparecen como candidatos para la presidencia o para otros cargos estatales en forma desproporcionada, y lo mismo ocurre con relación a los hijos de senadores y otros dirigentes regionales.
5. La violencia, como lo señale, acompañó permanente este proceso de cambio, aunque con intensidades diversas. De los paroxismos violentos de 1948-53 se paso a una fase de reducción y creciente pacificación, que llevó los índices de violencia a su punto mas bajo hacia 1965/70, cuando las tasas de homicidios del país se acercaron al nivel -por supuesto alto- de los Estados Unidos. Pero a partir de entonces se presentó un crecimiento continuo de la violencia, que afecta todo el clima de vida del país. El repunte puede haber precedido algo al narcotráfico, pero sin duda coinciden las etapas gruesas de su crecimiento con la consolidación del narcotráfico. Hasta 1976 los homicidios aumentaron lentamente, y entre 1976 y 1985 se aceleraron gradualmente. Fue sin embargo a partir de 1985 cuando las furias parecen haberse desatado, en un crecimiento rápido que duro hasta 1991/92, cuando comienza una estabilización o un leve descenso. Pero no olvidemos los niveles: en 1994, en Colombia murieron por homicidio, excluyendo los accidentes de tránsito y afines, unas 26000 personas, es decir aproximadamente 75 personas por cada 100000 habitantes. En ciudades como Medellín 2.5 de cada 1000 habitantes murieron en ese año, después de 3 años de reducción continua de su nivel de violencia, que llego a tasas de 4 por 1000 en 1991.
Esta violencia es ejercida por toda clase de agentes: el enfrentamiento entre la guerrilla, los grupos privados antiguerrilleros ("paramilitares") y el Estado puede producir 3000 o 4000 muertes anuales[2], la violencia urbana de todas clases unas 15000 muertes, y violencias rurales diferentes los otros 4 o 5000 homicidios. En la violencia que no esta directamente ligada al enfrentamiento con la guerrilla, una parte pequeña es causada por los enfrentamientos entre grupos de narcotraficantes, ajustes de cuentas, etc. La mayoría corresponde a una acción de grupos de delincuentes indeterminados, a pequeñas riñas y atracos concentrados en grupos socialmente marginales. Todas estas formas de violencia se entrelazas y son difíciles de aislar.
Por ultimo, el país ha tenido una evolución constitucional y legal compleja y difícil. A pesar de una larga tradición de democracia electoral, y de niveles altos de participación ciudadana en la política, la democracia colombiana fue controlada por grupos relativamente estrechos hasta mediados de siglo. Cuando, en 1957, se derrocó el único régimen militar de este siglo, coincidían los cambios sociales que hacían necesario el funcionamiento de una democracia de masas con la urgencia de encontrar un modus vivendi entre liberales y conservadores. Lo que quedo fue un sistema democrático con limitaciones importantes, que duraron hasta 1974, y una estructura política que no se adecuo con suficiente rapidez a las transformaciones sociales y a las demandas de participación de la ciudadanía. En buena parte, los conflictos sociales de los últimos treinta años se desplazaron hacia la confrontación social extralegal -paros cívicos, pequeñas asonadas,- mientras los partidos consolidaron una estructura de poder centrada en clientelas relativamente manipulativas. Esto dio pie para frecuentes afirmaciones sobre el carácter no democrático de la estructura política, sobre la persistencia del poder de una estrecha oligarquía dominante, no muy exactas pero basadas en hechos reales de la sociedad: si las normas legales y constitucionales, usualmente respetadas, definían un sistema representativo y democrático, el recurso generalizado a la violencia bloqueaba la acción social y política de muchos sectores e inhibía la participación. Tales ideas han estado también en la base de la retórica con la cual la guerrilla justifica hasta hoy su acción armada contra el sistema, la que ha estado acompañada usualmente de participación en las elecciones por parte de representantes indirectos de los mismos grupos guerrilleros. Resulta significativo que en medio del paroxismo de violencia de 1989-91 se buscara resolver a fondo este problema, mediante una reforma constitucional de orientación muy participativa, descentralista y creadora de amplios mecanismos de defensa de los derechos ciudadanos.
I. El narcotráfico: las grandes líneas de su evolución
En forma esquemática, podrían caracterizarse varias fases en la historia del tráfico de drogas y su contexto político en Colombia.
A. LA BONANZA DE LA MARIHUANA
Hacia 1960 comienzan a aparecer pequeños cultivos de marihuana, que encuentran mercado inicial en los Estados Unidos y para finales de la década representan una fuente importante de fortunas y un arrea marginal pero no despreciable de ingreso de moneda extranjera en una sociedad cuya economía, hasta entonces, se resentía con frecuencia por crisis de cambio externo. Aunque existían normas legales tradicionales, no muy drásticas, contra el consumo de psicotrópicos, su aplicación era casual y desordenada. La sociedad miró sin mucha censura a los empresarios de esta bonanza inicial. Los hombres de Santa Marta o la Guajira que se enriquecieron con la marihuana se convirtieron en figuras en buena parte folclóricas, miradas a veces con la simpatía tradicional de los colombianos hacia quien lograba competir por fuera de las reglas con las grandes fortunas tradicionales. El tráfico generó violencia, pero inicialmente la percepción era que solo afectaba a los miembros de las organizaciones, todavía pequeñas, que lo promovían. La exportación masiva de marihuana se extendió hasta aproximadamente 1981, y coincide en sus diez años finales con la primera fase del comercio de cocaína.
B. EL SURGIMIENTO DE LOS CARTELES DE LA COCAINA.
La experiencia de la marihuana dio a los colombianos algunos elementos operacionales, conocimiento de los mercados, contactos y rutas que se aplicaron, hacia 1973/75, a los primeros intentos de refinamiento y exportación de cocaína procesada en Colombia. Desde entonces se definieron los patrones dominantes del esquema comercial de la cocaína. Los colombianos importaban pasta de cocaína de Perú y Bolivia, de Europa los elementos químicos para su procesamiento, de los Estados Unidos, a través de Panamá, las armas para apoyar EL NEGOCIO, y la refinaban en laboratorios que inicialmente estaban en medio de las ciudades pero para finales de la década se habían desplazado a zonas rurales y a veces selváticas, y la exportaban a Estados Unidos, usualmente por vía aérea (pasajeros normales de aerolíneas en cantidades menores, grandes cargamentos enviados en aviones livianos que hacían escala, si era necesario, en las Antillas o en Centroamérica). Inicialmente una proporción relativamente alta de los ingresos de los colombianos debió ser importada a Colombia, pero pronto esta proporción disminuyo rápidamente, y la mayoría del dinero gastado en coca en US se mantuvo en Estados Unidos o en centros financieros de Europa o las Antillas.
EL NEGOCIO aparentemente adquirió desde muy temprano una estructura oligopolio: un numero reducido de organizaciones (aunque nunca un cartel, como surge de la imagen de prensa) controlaban el acceso a las grandes redes de venta de Estados Unidos, lo que les daba una posición de preeminencia en Colombia, pero la importación de pasta de coca y el procesamiento eran realizados por centenares de pequeños grupos. La exportación la hacían los grandes grupos, que sin embargo asociaban ("apuntaban") permanentemente a organizaciones o individuos en envíos específicos, por cuenta propia o de otros exportadores, que pagaban entonces una participación. El poder del cartel de Pablo Escobar sobre otros carteles de Medellín y de Colombia parece haber tenido mucho que ver con la capacidad de organizar y hacer respetar las rutas entre Colombia y los Estados. La capacidad de hacer respetar sus decisiones, por supuesto, se originaba en la rápida configuración de una organización armada que sometió drásticamente a quienes no aceptaban las regulaciones sobre las exportaciones. Competencia e iniciativa privada si, pero dentro de normas precisas de operación y cumplimiento.
Entre 1974 y 1980 se configuraron los principales grupos de exportadores Colombianos: los dos o tres grupos grandes de Medellín, el grupo de Santacruz, el de los Rodríguez Orejuela y dos o tres grupos menores en Cali, los grupos del norte del Valle, la gente de Carlos Lehder, los grupos costeños y de los llanos orientales, el grupo del Mejicano en el centro del país, y las organizaciones del sur del país. Las administraciones de Alfonso López Michelsen (1974-78) Y Julio Cesar Turbay Ayala (1978-1982) no consideraron evidentemente que el tráfico era un problema de fondo para Colombia. Aunque el primero de ellos hizo varias declaraciones sobre sus peligros, generó un canal para el lavado "legal" de dólares al abrir, en un país caracterizado antes por un rígido control de cambios, la posibilidad de hacer reintegros anónimos de dólares en el Banco de la República. El gobierno del segundo, marcado por una serie de incidentes de corrupción, pareció mirar con indiferencia y hasta con simpatía el papel interno del tráfico, aunque, probablemente por la importancia que dio a unos vínculos muy estrechos con los Estados Unidos, impulso unas campañas militares contra la marihuana, que resultaron mas eficaces y dañinas para los traficantes de lo que se esperaba, pero no tuvieron una gran continuidad Firmó también el tratado de extradición de 1989, que abría el campo a la extradición de Colombianos y se convirtió en eje del conflicto entre estado y traficantes.
Este periodo de ascenso llega a una primera cúspide hacia 1982: para entonces los narcotraficantes manejan un negocio que les permitía importar divisas que oscilan entre 800 y 2000 millones de dólares, según los cálculos mas amplios, es decir entre el 10 y el 25% de las exportaciones totales del país, (independientemente de las acumulaciones de capitales que hayan hecho por fuera) Se trataba de ingresos muy concentrados, con capacidad de influir la vida económica diaria muy alta pero a través de sectores reducidos de beneficiarios. Son los grandes consumidores de vivienda de lujo, de vehículos automotores, de sistemas de seguridad, de armas importadas de los Estados Unidos. El país, a pesar de algunos incidentes violentos que empiezan a mezclar la imagen del "mágico" con la violencia, parece todavía fascinado con el éxito económico, el consumo suntuario, la generosidad de narcos que financian periódicos, regalan viviendas y parques deportivos en las zonas pobres, construyen zoológicos abiertos en el campo, pagan salarios y comprar lealtad y admiración de muchas personas.
Para finales de la década del 70 empezaron las plantaciones en de coca en la zona del Ariari del departamento del Meta, y se extendieron a varias áreas de colonización o a centros relativamente remotos de comunidades campesinas, sobre todo en los llanos orientales y en el piedemonte de Caquetá y Putumayo. No han representado hasta ahora una gran proporción del abastecimiento de pasta, pero sin duda sirvieron para regular los precios y el abastecimiento, y sobre todo para crear una base social adicional a los narcotraficantes. Por otra parte, generaron la compleja relación con la guerrilla que describiré mas adelante. Fueron atacadas permanentemente por el gobierno, que además aplicó desde mediados de los ochenta fumigaciones de glifosato. Cada año, mientras los funcionarios policiales anuncian los grandes éxitos en la destrucción de cultivos, se revela sistemática y consistentemente que el volumen total de lo sembrado sigue aumentando. En todo caso, para 1994 el cálculo de la DNE era que existían unas 40000 hectáreas de coca en el país, unas 20000 hectáreas de amapola, un cultivo que empezó a aparecer hacia 1989, y unas 8000 hectáreas de marihuana. Estos cálculos, como la mayoría de los informes oficiales colombianos, son usualmente incompatibles con los que las mismas autoridades presentaron en años anteriores, y las diversas agencias estatales dan siempre datos contradictorios e incongruentes.
C: CONFRONTACIÓN Y GUERRA
Durante el periodo de 1980/84 comenzó o la confrontación del narcotráfico con la sociedad y el estado. Por un lado, las gentes de la droga consolidaron sus fortunas, adquirieren poder político y lograron comprar su propia impunidad judicial o imponerla por la fuerza. Ni el gobierno de Turbay ni el de Betancur parecen haber considerado como un peligro serio el surgimiento de las figuras del narcotráfico: Ochoas, Escobar, Lehder, Santacruz. Algunos de estos traficantes pretendieron legitimarse u obtener impunidad adicional ingresando al parlamento. En la campaña electoral de 1982 el único sector que se enfrentó a los capos fue el del disidente liberal Luis Carlos Galán. En el caso de Betancur, sus inclinaciones nacionalistas y la búsqueda de una política mas independiente frente a los Estados Unidos lo llevaron a rechazar, por razones ideológicas, la extradición. Al rechazarla, se vio obligado a intensificar los esfuerzos de control internos. La captura del inmenso laboratorio de Tranquilandia, en un momento en el que la lucha policial y judicial contra la droga la encarnaba el ministro de justicia galanista Rodrigo Lara, constituyó la declaración implícita de guerra. Los jefes de la droga asesinaron al ministro de justicia y el gobierno de Betancur abrió entonces la puerta a la extradición de colombianos a los Estados Unidos. Lo que estaba en juego era, para los jefes de los carteles, mucho más serio. Comenzó entonces un ritual que acompañaría la lucha contra el narcotráfico en los próximos años: la retaliación estatal, tan pronto se producía el asesinato de figuras públicas importantes o de gran significación, expresada en miles de capturas de sospechosos en unas cuantas horas, la confiscación de vehículos y aviones, la ocupación de propiedades y haciendas, la mayoría de las cuales volvían a sus dueños - a veces después de procesos judiciales que confirmaban su legítima propiedad- a los pocos meses o años. Después de estos períodos de actividad febril volvía la calma y se reemplazaban por épocas de indiferencia y tranquilidad, en el que los jefes de la droga reaparecían desempeñando sus papeles de dirigentes del fútbol o consumidores conspicuos, mientras la acción estatal se concentraba en la búsqueda de laboratorios o la captura de cargamentos, cuando no desaparecía casi por completo.
Los niveles de violencia que se habían comenzado a subir sobre todo desde 1985 siguieron aumentando rápidamente hasta 1991, cuando comenzaron a ceder lentamente.. Son los 7 años de que podrían llamarse de la guerra de la coca. Una acción vigorosa, así fuera algo discontinua, del gobierno contra el tráfico, mediante operativos amplios, y la destrucción de grandes laboratorios, sujetó a los traficantes a una gran presión, a la que respondieron con violencia creciente contra los funcionarios públicos. En particular el tema de la extradiciones se convirtió en el motivo central de la guerra, como antes de 1984 lo había sido la destrucción de laboratorios. El conflicto se convirtió en guerra abierta por el esfuerzo de los narcotraficantes, orientados por Escobar y Rodríguez Gacha de demostrar que podían forzar al gobierno a acomodarse a sus reglas mediante una campaña de terrorismo generalizado. Son muy complejos los procesos de escalamiento bilateral que se produjeron entre 1984 y 1990, y no puedo por ello entrar en ningún detalle: baste decir que entre 1987 y 1990, durante el gobierno de Virgilio barco (1986-1990). u en especial después del asesinato del procurador general de la Nación Carlos Mauro Hoyos en 1987, estuvo caracterizado por la adopción del terrorismo como estrategia de los principales jefes de los carteles, y desde agosto de 1989, por una nueva ola de activismo estatal que incluyó esta vez una campaña muy amplia para confiscar los activos de los traficantes.[3]
Los narcotraficantes respondieron usualmente a las medidas cada vez más drásticas del estado con un ejercicio simultáneo de acciones terroristas y con el lanzamiento de propuestas de negociación.[4] El terrorismo, más que un arma de realización, comenzó a funcionar como mecanismo de presión para negociar. Sin embargo, lo que los traficantes del grupo que se denomino de los extraditables proponían -y que muchos colombianos prominentes, como el ex presidente Alfonso López Michelsen o el escritor Gabriel García Márquez consideraron una propuesta razonable- era en esencia que se les garantizara que no serían extraditados para ser juzgados en los Estados Unidos, que sus fortunas serían respetadas y que recibirían una total amnistía judicial. A cambio de esto ofrecían retirarse del negocio e incluso ejercer presión sobre los grupos relativamente independientes (que en todo caso representaban y siguen representando una proporción muy alta del negocio colombiano[5]) para obligarlos a disminuir su acción comercial.
Este periodo terminó, desde el punto de vista de la confrontación, en una especie de empate: quedo claro que el grupo de Escobar y los que estaban asociado con el no podían intimidar seriamente al gobierno y que frente al terrorismo la respuesta estatal era de un endurecimiento cada vez mayor. Esto fue lo que ocurrió en 1989 cuando los traficantes asesinaron al candidato liberal Luis Carlos Galán ( y a otros dos candidatos presidenciales de la izquierda a comienzos de 1990)[6], volaron un avión comercial en pleno vuelo y destruyeron, con docenas de víctimas civiles, el edificio del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS). Era ya evidente que los barones de la droga no aceptarían ningún acuerdo que no incluyera garantías completas de impunidad. Y por otra parte, el gobierno no podía, por razones legales, éticas y políticas, justificar una negociación con quienes estaban poniendo bombas contra la población civil o asesinando a sus propios funcionarios.
Mientras tanto, las acciones propias del estado para enfrentar el narcotráfico seguían mostrando su ineficacia: el tráfico seguía y los terroristas se encontraban libres. El único éxito notable fue la muerte, a fines de 1989, de Gonzalo Rodríguez, el "mejicano". La opinión pública, fatigada por la violencia, le retiraba cada vez mas su simpatía a los traficantes, antes populares, pero atribuía al gobierno buena parte de la responsabilidad de la violencia, por no hacer las concesiones solicitadas por los empresarios de la droga.
Por otro lado, la violencia de la guerra hizo imposible una solución que tuvo siempre bastantes partidarios: mantener el diagnóstico de que la droga es un problema de los países consumidores, generado por la demanda, y que debía por ello combatirse en las escuelas, hospitales, prisiones y centros de rehabilitación de los países desarrollados[7], sin que haya razones sólidas para combatirla en los países productores. El gobierno de Barco, al impulsar una guerra total contra el tráfico de droga en 1989, cavo una fosa infranqueable entre el narcotráfico y los principales sectores de la sociedad colombiana, convirtió por muchos años en impensable hacer a los traficantes las amplias concesiones que proponían, creo barreras basadas en el espíritu de cuerpo en el ejercito y la policía que eliminaron la tolerancia, antes frecuente, con quienes trabajaban en llave con los jefes de los carteles, en especial los de Medellín. Y con la aplicación de extradiciones, el embargo masivo de propiedades, la detención de miles de personas (aunque esto nunca fue ni sistemático ni jurídicamente muy sólido) puso a los narcotraficantes a la defensiva e hizo que para ellos resultara comenzara a parecer conveniente un acuerdo con el estado, incluso si tenían que estar dispuestos a hacer algunas concesiones significativas. Por ultimo, el gobierno de Barco, que encabezo este radical enfrentamiento, se apoyo conceptualmente, para el diseño de sus políticas, en la distinción entre lo que se llamo narcoterrorismo y el narcotráfico. Aunque la distinción no se aplico con la coherencia que habría sido conveniente, permitió distinguir entre una actitud de enfrentamiento total, considerado por la opinión como absolutamente legítimo, hacia el terrorismo, y unas políticas mas flexibles en relación con el tráfico mismo.
C. HACIA UNA TREGUA
La siguiente etapa en el manejo de la droga se caracterizó por los esfuerzos para lograr el sometimiento voluntario de los narcotraficantes a la justicia Colombiana. Hay que recordar que hasta 1990 se habían revelado del todo ineficaces los diversos intentos de someter judicialmente a los traficantes. Uno tras otro, cuando había sido posible enjuiciarlos, había sido absuelto por jueces venales o amedrentados, o apegados a formalismos jurídicos que actuaban a favor de los narcotraficantes. Las pocas veces en que algunos jueces decididos trataron de llevar a la cárcel a Escobar o a otros traficantes, fueron asesinados, ellos o sus familias, y los nuevos procesos que seguían no llevaban a nada. Por ello, la extradición se convirtió en el más efectivo mecanismo interno de confrontación seria con los traficantes. Y fue precisamente la magnitud del temor a la extradición lo que dio gran valor a las posibilidades de una transacción, explícita o implícita, con el gobierno.
Cuando el presidente César Gaviria anuncio, en septiembre de 1990, pocos días después de asumir el cargo, una serie de reformas legales que garantizarían a los narcotraficantes que confesaran sus delitos y se sometieran a la justicia colombiana que no serían extraditados, los narcotraficantes, aunque buscaron presionar al gobierno para amplias las concesiones, se vieron en un terreno que juzgaban aceptable. Pasar unos años en la cárcel recibiendo la garantía de no extradición era aceptable. Para el gobierno, constituía un indudable éxito, en la medida en que sus concesiones, en vez de aparecer como actos que debilitaban las instituciones judiciales y los principios morales y éticos, conducían precisamente al reconocimiento de la justicia y la aceptación de sus fallos. Al mismo tiempo, esto configuraba un triunfo político que creo la base para la extraordinaria popularidad que acompaño al presidente Gaviria durante la mayor parte de su mandato: los colombianos sentían que se había superado definitivamente la época del terrorismo y de la confrontación total. Por ultimo, y como parte muy imperante de su estrategia, el gobierno confiaba en ganar tiempo, con los principales capos de la droga en la cárcel, para consolidar sus mecanismos administrativos de prohibición (mejoramiento y reforma de la policía, por ejemplo) y para, ante todo, tratar de cambiar las bases, la estructura profunda del sistema judicial, con la esperanza de que empezara a actuar eficazmente, impidiera el surgimiento de una nueva generación de traficantes protegidos por igual impunidad que los primeros y restableciera cierta legitimidad de la justicia.
Como es sabido, la aplicación de la política no resulto fácil ni fue siempre coherente. Después de unos éxitos iniciales y del sometimiento de los miembros de la familia Ochoa, Pablo Escobar prefirió esperar a que la Asamblea Constituyente prohibiera definitivamente la extradición de colombianos: no estaba seguro de que un simple acuerdo con un juez impidiera que en algún proceso arbitrario otras autoridades lo colocaran en manos de los Estados Unidos. [8] Este proceso, al dilatarse y llevar a un largo debate sobre condiciones y garantías, generó un desgaste político y moral serio en el gobierno: aprecio finalmente que el fin de la extradición y el sometimiento de Escobar fueron en buena parte resultado de la intimidación del Estado ante el secuestro de figuras importantes de la vida nacional, como la cuñada del difunto candidato Luis Carlos Galán y el hijo del propietario de El Tiempo y conocido periodista Francisco Santos, así como del chantaje o el soborno de los miembros de la constituyente
Posteriormente resulto evidente que, aunque bien concebida, la política se ejecutó con notable negligencia e irresponsabilidad en aspectos operativos, que se conjugaron para la catástrofe de 1992,cuando Escobar, que llevaba un año en la cárcel, se fugo en junio en medio de una acción que dejo en ridículo muchas de las instituciones estatales y puso en cuestión el control del presidente al proceso mismo, y su seriedad para enfrentar el problema del narcotráfico. Durante los dos años siguientes la política estatal se centro en la recaptura de Escobar, utilizando todos los medios militares posibles, pero dejando abierto el camino del sometimiento a la justicia, con diversas modificaciones, para los demás traficantes. La energía de la persecución de Escobar, que contó con importante ayuda norteamericana, y la flexibilidad de los mecanismos de negociación se conjugaron bien, y varios traficantes se entregaron, incluyendo algunos de los que se habían fugado con el mismo Escobar, dando nueva vida al mecanismo. Sin embargo, este nunca se recupero totalmente de la imagen promovida por los lujos de Escobar y de la sensación de que era una propuesta inventada por los narcos en su propio beneficio.
Muerto Escobar, el gobierno quiso mantener su credibilidad reforzando, tras años de acción muy tibia e indecisa,[9] el acoso al llamado cartel de Cali. Este acoso parece haber estado a punto de generar un proceso de sometimiento muy amplio -algunos de hecho se entregaron- pero es evidente que el gobierno consideró que las condiciones que estaba ofreciendo el fiscal Gustavo de Greiff, a quienes se sometieran, eran inaceptables, jurídica y políticamente. En especial, por supuesto, pesaban en esto las necesidades de mantener credibilidad con los Estados Unidos.[10] El gobierno terminó enfrentado con el fiscal y sin lograr nuevos resultados en relación con este problema[11]
Esta política de sometimiento, que conducía a sentencias muy bajas a algunos traficantes y a la sensación de que se actuaba siguiendo sus demandas, requería, como ya lo mencione, un esfuerzo eficaz de mejoramiento real de las instituciones encargadas de la lucha interna contra la droga. Muchos fueron los esfuerzos y los cambios institucionales adoptados en la policía y el ejército, pero los resultados fueron limitados: las capturas de coca crecieron en 1991 y 1992, lo que fue muy bien recibido por el gobierno de Bush, pero la captura de grandes capos no se daba. Lo que es peor, el fortalecimiento del sistema judicial y la aplicación de sanciones penales contra los acusados quedaron muy por debajo de las esperanzas del gobierno, como se subraya mas adelante.
Un desarrollo en alguna forma imprevisto de la crisis que enfrento el país como resultado de la exacerbación del conflicto terrorista fue el intento de enfrentar en forma radical el problema de las limitaciones democráticas del sistema político. Desde el gobierno de Barco, ante el asedio del narcotráfico y de la guerrilla, al lado de las alternativas que subrayaban la necesidad de fortalecer y endurecer al estado, surgieron propuestas de buscar una especie de salto hacia adelante: tomar medidas que permitieran relegitimar al Estado, restablecer los vínculos rotos entre los ciudadanos y el sector publico, abrir canales de participación amplia de todos los grupos sociales. De este modo, Colombia se movió entre 1988 y 1991 en el filo de una navaja: al mismo tiempo que se adoptaban políticas de corte represivo, que reforzaban las posibilidades de tratamiento militar o policial del conflicto armado y terrorista, el gobierno impulso un programa de rediseño constitucional que culmino en la Constitución de 1991. Además de la reforma de la justicia, del reconocimiento de los derechos de etnias y nacionalidades diversas, de la institucionalización de mecanismos de protección de los derechos ciudadanos que han tenido un impacto real sorprendente, como el recurso de tutela, o de un sistema de revisión constitucional de la ley que ha llevado a imponer una interpretación libertaria de los derechos ciudadanos, la constitución, que pretendía ser una especie de tratado de paz entre todos los Colombianos, aprobó, sin que el balance de motivaciones contradictorias pueda aclararse, la eliminación total de la extradición de colombianos. Así, se satisfizo la demanda más urgente de los traficantes: la única sanción judicial que temían realmente desapareció del orden legal. El Estado perdió con ello una de sus armas más efectivas de negociación, y quedó dependiendo cada día más de la propia y dudosa eficiencia de sus propias instituciones policiales y de justicia para presionar a los narcotraficantes.
6. Los inicios minados del gobierno de Samper.
El candidato Samper tuvo hace años alguna notoriedad, por la forma como entre 1976/7 y 1981, cuando dirigía la Asociación Nacional de Instituciones Financieras, promovió la legalización de la marihuana, con el argumento de que así se destruirían los incentivos que mantenían el tráfico. Por ello resulta irónico que en 1994, al asumir la presidencia de Colombia, y después de haber repudiado sus análisis en favor de la legalización, hubiera comenzado el gobierno en medio de una serie tan grande de equívocos con la opinión y los Estados Unidos en relación con el problema de la droga. Desde antes de posesionarse fue acusado de haber recibido una cuantiosa contribución electoral del cartel de Cali, que produjo una serie de acciones norteamericanas ligadas, que llevaron eventualmente al retiro del jefe de la policía y a otros gestos de buena voluntad, que daban la impresión de una subordinación completa de la política antidrogas colombiana a los objetivos norteamericanos. Parecería que los Estados Unidos, a pesar del cambio de gobierno reciente, quieren lograr la mayor colaboración del gobierno Colombiano, colocándolo en la obligación de justificar con su actitud firme su inocencia de todo vinculo con los narcotraficantes.[12]
El gobierno de Samper no logró hacerlo [13] Poco después de que el nuevo gobierno asumió el poder en agosto de 1994, el candidato conservador Andrés Pastrana dio a conocer las grabaciones -los narcocasetes- que probaban contactos entre el cartel de Cali y los directivos de la campaña presidencial de Samper. La investigación del Congreso para determinar si el Presidente estaba enterado de las contribuciones, que finalmente tuvieron que ser aceptadas, concluyó en 1995 decidiendo que no había méritos para llamarlo a juicio. En enero de 1996 el ministro de defensa Fernando Botero fue arrestado y pronto declaró que Samper estaba enterado de las contribuciones financieras, pero una segunda y dilatada investigación en el Comité de Acusaciones de la Cámara de Representantes, que se extendió durante la primera mitad de ese año, llegó a la misma conclusión. Sin embargo, la integridad del gobierno de Samper había quedado manchada irremediablemente[14], y no solo dentro de Colombia. Las relaciones con los Estados Unidos llegaron a su punto más bajo cuando Clinton "descertificó" a Colombia en marzo de 1966. [15]Era evidente ya la oposición del gobierno norteamericano al presidente Samper. Los funcionarios de los Estados Unidos trataron incluso de establecer una diferencia entre el gobierno de Samper y las demás instituciones colombianas, alegando que la no certificación se aplicaba al primero precisamente por su falta de apoyo a las últimas. (Joyce, 1996). El margen de maniobra de Samper se redujo drásticamente y tuvo que seguir una línea de duro control a la droga, cuando podría haber buscado estrategias diferentes. Por lo tanto, siguiendo los criterios del gobierno norteamericano para evaluar una lucha efectiva contra la droga, la actuación de Colombia bajo Samper era más bien buena. En 1966 hubo más arrestos, incautación de droga y erradicación forzada de cosechas que nunca antes, pero nada de esto parecía complacer y tranquilizar a Washington. [16] Cualquier debate con la comunidad internacional acerca de estrategias alternativas de control de drogas tendría que aplazarse por lo menos hasta que el gobierno de Samper fuera reemplazado por uno nuevo. Las opciones de una política de drogas formulada en forma más o menos autónoma por Colombia quedaban, por el momento, bloqueadas por completo.
Los intentos de reforma judicial.
Parte esencial del esfuerzo de Barco de guerra contra los narcos fue el intento de crear mecanismos judiciales que permitieran enjuiciarlos y condenarlos. Para ello, su gobierno apeló en forma reiterada a la expedición de decretos de Estado de Sitio, que modificaron los tipos penales, en particular el de terrorismo, aumentaron los castigos, crearon nuevos delitos, y sobre todo modificaron radicalmente el procedimiento penal, para hacer mas ágiles los procesos. Además, Barco trató de modificar el sistema general de justicia creando una Fiscalía General de la Nación, que tuviera a su cargo la recolección de evidencias y la formulación de las acusaciones contra los traficantes y terroristas. Estas reformas, en general, resultaron frustradas, en parte porque fueron ejecutadas con mucha improvisación, como reacción a situaciones de crisis, en parte porque, con un congreso en el que el presidente no confiaba, apelo consistentemente al Estado de Sitio para expedirlas, lo que introducía una gran inestabilidad en el sistema. Sin embargo, las medidas adoptadas fueron generando gradualmente un esquema programático coherente que configuraba una política judicial clara frente al narcotráfico.(Melo y Bermúdez, 1994)
Con base en esa política el gobierno de Gaviria expidió una serie de decretos que consolidaron una jurisdicción especial para los delitos de terrorismo y los grandes delitos de narcotráfico, manejada por jueces anónimos, y que admitía muchos procedimientos originados ante todo en la lucha antiterrorista italiana y que resultaban bastante contrarios a la tradición colombiana. Igualmente, logró que la Asamblea Constituyente creara la Fiscalía, que transformaría el sistema judicial en un sistema acusatorio y no inquisitivo, y en cuyo desempeño puso todas sus esperanzas. Además, finalmente se paso del respaldo retórico a la financiación real en el respaldo a la justicia, cuyos recursos prácticamente se duplicaron, así como los salarios de sus funcionarios, durante los cuatro años de su mandato.
Sin embargo, tampoco fueron muchos los avances logrados. El gobierno, que confiaba en los resultados de sus reformas y en un rápido progreso de la justicia, promovió simultáneamente, dentro de su esfuerzo por reformar el sistema político para hacerlo menos autoritario, una serie de restricciones a la posibilidad de modificar la legislación judicial por decretos de estado de sitio. Esto le quito herramientas cuya necesidad seguía siendo evidente ante la supervivencia de las fallas judiciales. Cuando, por ejemplo, la fiscalía no logro concluir dentro de los términos legales casi ninguna de las investigaciones por narcotráfico y delitos afines relativas a unos 1000 detenidos, dos veces el gobierno amplio los plazos del código de procedimiento mediante decretos de estado de sitio, hasta que la Corte Constitucional, probablemente con plena razón, considero que ya no tenia poder constitucional para hacerlo. En 1994, casi tres años después de la entrega de estos procesos a la justicia, casi ninguno había sido instruido y los acusados seguían detenidos, pero su libertad era inminente por vencimiento de los términos. Casi sintomático de este fracaso es el hecho de que la investigación preliminar que se inicio a Escobar en julio de 1991 por porte de armas, con base en su confesión y en la entrega del arma, no había concluido en diciembre de 1993, cuando Escobar murió, de manera que ni siquiera por este delito cuyas pruebas eran palmarias fue llamado a juicio.
La debilidad de la justicia sigue siendo uno de los principales factores que dificulta el manejo de una política autónoma contra el narcotráfico. Esto ha creado conflictos entre las autoridades judiciales y diplomáticas de USA y Colombia -los esfuerzos por compartir pruebas, en delitos que usualmente incluyen acciones en ambos países- no han sido muy reales, a pesar de las declaraciones ocasionales de buena voluntad. Fue esa debilidad la que convirtió casi en única salida para el gobierno de Barco el uso de la extradición, que siguió funcionando como amenaza durante las primeras etapas de los procesos de sometimiento a la justicia de 1990 y 1991. Por esa debilidad, que esperaba superar al menos en parte, tuvo Gaviria que proponer el sometimiento voluntario a la justicia: si no había jueces que condenaran a los traficantes contra su voluntad, que por lo menos estos se dejaran condenar a cambio de librarse de las condenas en Estados Unidos. Hoy nuevamente los narcotraficantes colombianos se encuentran ante una situación en las que las probabilidades de impunidad por casi cualquier delito son muy elevadas.
Esta incapacidad de la justicia, no hay que olvidarlo, debe mucho al efecto directo e indirecto del narcotráfico. La intimidación y el soborno, el atentado y la violencia, sitiaron la justicia a partir de 1975. Al mismo tiempo, el incremento exponencial en el número de delitos (causado en buena parte por el surgimiento de bandas armadas pagadas por el narcotráfico, la generalización del armamento privado y en general un fortalecimiento de la delincuencia privada cuyas raíces indirectas pueden encontrarse en el auge del tráfico), generó unos niveles de congestión y recarga de trabajo que, dado el carácter tradicional formalista del sistema colombiano, resultaba imposible evacuar, y han llevado en general a que, como ningún proceso puede retrasarse en forma selectiva, todos se retrasan. En la actualidad, y después de muchas reformas y de todos los aumentos en el gasto en justicia, probablemente no se dicta sentencia ni siquiera en el 2% de los homicidios cometidos en el país. Por supuesto, el ciclo de refuerzo mutuo de esto es inevitable, y ante la ineficacia de la justicia los costos del delito se han vuelto cercanos a cero, por lo cual el incentivo económico para delinquir es muy elevado.
Uno de los aspectos menos satisfactorios en los procesos de investigación es el que tiene que ver con el seguimiento a las propiedades y operaciones financieras de los narcotraficantes. Aunque la creación de una unidad especial de investigación financiera en el DAS que funciono como la central de inteligencia contra el narcotráfico, encabezado durante 8 años por el general Miguel Maza Márquez, fue propuesta el menos desde 1987, apenas se están dando los pasos iniciales para que funcione. Cuando Escobar, los Ochoas y otros 15 o 20 traficantes inmensamente ricos se entregaron, no solo no tenia el DAS, que durante años los había investigado, prácticamente ninguna prueba para enjuiciarlos, sino que desconocía casi por completo la estructura de sus fortunas, los mecanismos de uso de testaferros, las formas de manejar sus negocios.
Narcotráfico y guerrilla
El desarrollo de plantaciones de coca en zonas rurales llevó a una relación ambigua entre el narcotráfico y la guerrilla. Las zonas adecuadas para este cultivo, fuera de razones naturales, eran aquellas recientemente pobladas, que habían atraído un gran número de campesinos desplazados para su colonización, y en las que el estado tenia poca presencia y capacidad de control. Las regiones bajo influencia o control guerrillero eran justamente las más aptas, por ambos motivos. Los altos ingresos que generaba la coca resultaban muy atractivos para campesinos en zonas sin vais de comunicación que hicieran viable la producción comercial de otros productos. La guerrilla no podía enfrentarse abiertamente a los campesinos, y trato de regular el proceso: limitar las plantaciones y mantener productos alternativos alimenticios. Pero decidió además beneficiarse con EL NEGOCIO: se implanto una tasa que convencionalmente se ha estimado en el 10% sobre las transacciones de hoja o pasta de coca. [17]
De este modo se formo una alianza coyuntural que contradecía a pesar de los objetivos políticos muy divergentes de guerrilleros y narcotraficantes. Estaban unidos contra el control del Estado y por el beneficio mutuo económico y militar -la guerrilla recibía recursos económicos y además tenía acceso a redes que le permitían abastecerse de armas, mientras que el narcotráfico conseguía un mecanismo de protección de los cultivos. Los oponían ocasionales desacuerdos sobre los aspectos operativos del negocio: la guerrilla tendía a exigir el pago de precios mínimos a los campesinos, incluso en épocas de caídas de precios, los narcotraficantes no estaban dispuestos a pagar cargos fijos de protección en arreas que ellos mismos podían vigilar, tales como aeropuertos ylaboratorios, aunque aceptaran a veces contratar grupos guerrilleros. Se presentaban también frecuentes incidentes entre grupos concretos de guerrilla y narcotraficantes diversos: ni unos ni otros formaban un grupo homogéneo, aunque la guerrilla tenía una estructura más sólida y disciplinada.
Pero sobre todo los enfrentaban motivos políticos: los narcotraficantes, en sus dominios rurales, tendían a mantener un proyecto político mucho más derechista y autoritario[18]. Buscaron, y en muchas partes obtuvieron, el apoyo de unidades locales del ejército para desarrollar acciones antiguerrilleras. Estaban también reconstruyendo una red de propiedades rurales de gran magnitud: una contrarreforma agraria. Además, los narcotraficantes eran obvios competidores políticos, con proyectos contrapuestos, que requerían un control más o menos integral de sus áreas de influencia geográfica. Para los narcotráficos, en muchas arreas, el apoyo guerrillero era redundante: si tenían o podían tener gente armada propia para vigilar sus cultivos o propiedades, ¿porque pagar además a un tercero? Esto llevo a que en algunas zonas, desde comienzos de los años ochenta, aparecieran redes de organizaciones de defensa antiguerrillera financiadas en buena parte por los narcos, y vistas con simpatía por el ejercito, o apoyadas por él. Los enfrentamientos iniciales se produjeron en el Magdalena Medio (1982-85). Pero a partir de 1986 Gilberto Rodríguez Gacha, el mexicano, principal capo narcotráficante de la región centro-oriental del país, que había establecido algunas formas de cooperación con las guerrillas, entró en conflicto radical con ellas. El momento más crítico se produjo en 1987, con el asesinato del candidato presidencial apoyado por la guerrillas en las elecciones de 1986, el militante del Partido Comunista Jaime Pardo Leal, después de disputas por presuntas acciones de la guerrilla contra los narcotraficantes, que habrían incluido ataques militares, secuestros y la apropiación de los mismos bienes que se suponía estaban protegiendo. Desde ese momento, los grupos políticos relacionados con la guerrilla, en especial los miembros del movimiento de la Unión Patriótica fueron víctimas de una intensa campaña de exterminación coordinada y promovida por los traficantes de droga, que contó también con el apoyo y la ayuda más o menos secreta de miembros de los organismos de seguridad del estado, en especial de los del ejército.[19]
A pesar de que la relación entre narcotraficantes y guerrilleros es tan compleja como la que se da entre los narcotráficantes y los funcionarios públicos, miembros del ejercito o de la policía -ocasionales acuerdos tácticos, a pesar de la oposición de fondo- la retórica oficial, impulsada ante todo por Washington, creó la imagen de un frente unido, la "narcoguerrilla", como si los objetivos de ambos grupos, e incluso sus operaciones, se hubieran unificado a la postre. El término cobró vigencia a partir de marzo de 1984, cuando se descubrieron los laboratorios de Tranquilandia, protegidos -aunque las pruebas fueron débiles, el hecho probablemente era cierto- por la guerrilla. Se reutilizó en 1985, en medio de las negociaciones con las FARC que muchos sectores trataban de sabotearlo mostrando el carácter delictivo de las FARC, al encontrarse laboratorios que según se dijo eran manejados directamente por las FARC. Según esto, el papel de la guerrilla se había transformado, de simple vigilante, en empresaria interesada en asumir control completo del negocio. Otra vez cobró fuerza en 1993-94, cuando el gobierno llegó a la conclusión de que los ingresos por coca de las FARC podían llegar a 20 o 30 millones de dólares anuales. Recientemente, una nueva ola de acusaciones surgió cuando el avión del ministro de Defensa Fernando Botero, que viajaba con el embajador de los estados Unidos, fue atacado desde un laboratorio en el que se encontraron 10 toneladas de coca, presuntamente vigilado por las FARC: las pruebas, como siempre, fueron muy tenues y se manejaron de acuerdo con la habitual práctica policial: "filtraciones" relativamente imprecisas, que los periódicos inflan durante algunos idas, sin que a la postre se sepa nunca si al fin de cuentas tenían base o no.
Sin embargo, nadie puede dudar que las FARC se benefician de los impuestos a los cultivos y de algunas otras operaciones ocasionales con coca. Es posible que, dado el manejo descentralizado de las finanzas de las FARC, algunos de los frentes tengan laboratorios. Nadie ha descrito realmente como entran al negocio y que hacen realmente en él. Es difícil, sin pruebas más sólidas que las que se han ofrecido hasta ahora, creer que la guerrilla ha logrado penetrar las redes de comercialización fuera del país, aunque deben estar interesados en ello, pues allí se encuentran las mayores ganancias. Y en todo caso, la extorsión a los narcotraficantes es apenas una de las fuentes de su financiación, además del secuestro de personas. También sacan tributos a los ganaderos, a los productores de banano y palma africana, a las empresas explotadoras de petróleo y oro y a muchos grupos más.
Pero lo importante de todo esto es que si la opinión pública se persuade de que la guerrilla es productora de coca, la capacidad de maniobra del gobierno colombiano, que durante más de 10 años tratado de negociar con ellas buscando un acuerdo de paz sobre la base de que son delincuentes políticos, se reduce machismo y es posible, para los enemigos de las negociaciones, esgrimir el espectro de la ira y la oposición norteamericanas, o que efectivamente los
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El impacto político del narcotráfico.
En los años ochenta, como ya lo mencioné, aumento rápidamente el nivel de violencia del país. Por supuesto, esta tendencia solo era en parte explicable por el trafico de drogas, pero no hay duda de que la ola de violencia que se extendió entre 1985 y 1991 estuvo en gran parte generada por él Los traficantes, con su amplia base de poder rural en áreas que lindaban con las de influencia guerrillera, fueron elemento central en las operaciones paramilitares que elevaron dramáticamente el número de homicidios y desapariciones desde 1985 en adelante. Al consolidar grupos armados permanentes, siguiendo el ejemplo de los esmeralderos, crearon unos ejércitos privados que eran mayoritariamente rurales.
Por su parte, Pablo Escobar logró consolidar en Medellín a mediados de la década bandas armadas que podían incluir unos 1500 hombres, cuando la fuerza policial de la ciudad tenía apenas 2500 agentes. La extensión en el uso de motocicletas, la dotación de las bandas con armas automáticas y ametralladoras, el uso de adolescentes como ejecutores de asesinatos por contrato, fueron todos resultado directo e inmediato del trafico de drogas en varias ciudades, pero sobre todo en Medellín. La violencia que resultó puede analizarse como una mezcla de criminalidad común y política, en la medida en que parte de ella buscaba influir o alterar la forma como funcionaba el Estado. El asesinato de candidatos políticos y jueces y los esfuerzos para destruir grupos sospechosos de mantener lazos estrechos con la guerrilla fueron algunas de las acciones de violencia política en las que desempeñaron los narcos papel esencial. Al mismo tiempo, los lazos ilegales pero frecuentes entre traficantes y miembros de bajo y medio nivel- y a veces también alto- del ejército y la policía tienen mucho que ver con la crisis de derechos humanos en Colombia y con la pérdida de credibilidad y eficacia de la fuerza pública.
Aunque el sistema colombiano de justicia había ya mostrado síntomas de crisis e ineficiencia desde los años cincuenta y sesenta, cuando resultó incapaz de confrontar los desafíos legales relacionados con la violencia política y las guerrillas, esto resultó todavía más evidente con el aumento de los crímenes relacionados con la droga. El sistema tradicional --apropiado para una sociedad de pequeñas ciudades y aldeas donde todo el mundo se conocía y donde había una baja tasa de criminalidad- no se adaptó fácilmente a las nuevas exigencias. Era ante todo un sistema judicial basado en el testimonio oral, con procedimientos muy formalistas y, teóricamente, con un alto nivel de protección de los derechos a un debido proceso por parte del acusado, que conocía todas las evidencias y los testigos en todos los momentos de la investigación. El crimen organizado, determinado a intimidad y sobornar a testigos y jueces y con los recursos para hacerlo, era inmune casi por definición a un sistema legal de esta clase. [20] La ausencia de cualquier tradición sólida de investigación policial técnica -los crímenes se han resuelto tradicionalmente sobre la base de confesiones y de evidencia testimonial, y hay grandes dificultades para admitir evidencia contradictoria o dudosa: el sistema judicial absuelve cuando hay dudas razonables sobre la culpabilidad de los acusados- garantiza la incapacidad de los sistemas de investigación policial contra los crímenes cometidos con una intención deliberada de ocultamiento.[21]
La corrupción, sin duda alguna, existía desde antes del auge del narcotráfico, pero los niveles tan elevados de los años recientes pueden explicarse fundamentalmente como una consecuencia de las oportunidades ofrecidas por la droga. El pago de elevados sobornos para mirar en otra dirección, la infiltración de los servicios de inteligencia y los contactos y apoyos mutuos en la lucha contra la guerrilla y sus aliados fueron elementos de un proceso que convirtió a importantes sectores dentro de la policía y el ejército en aliados de los traficantes de drogas, al mismo tiempo que otros sectores de estas instituciones se les oponían con firmeza. Las dificultades de la situación -el surgimiento de la desconfianza interna, los conflictos entre el sprit de corps y la necesidad de mantener la integridad y limpieza de las instituciones, entre la procuración por mantener la unidad y la imagen pública y los riesgos de infiltración -son obvias y presumibles pero por su misma naturaleza pueden imaginarse y demostrarse con dificultad. La policía, por su mayor actividad en las operaciones de control de drogas, estaba sujeta a mayores tentaciones y con frecuencia cayó en ellas; el ejército trató de mantener una distancia mayor, Ya desde 1979, varios oficiales de alto rango insistieron en distanciar al ejército de la lucha contra el tráfico para evitar riesgos de corrupción que afectarían su capacidad de luchar contra la guerrilla. Sin embargo, esto era imposible: el ejército participó en casi todas las operaciones importantes contra la droga y en tales casos, emergieron síntomas patentes de corrupción. Ejército y policía, amenazados por ello con el descrédito, respondieron con lo que podría llamarse una distinción metafísica entre la institución y sus miembros. No importaba que la policía fuera la institución colombiana con la mayor proporción de delincuentes y criminales en sus filas, y que cuando se desmantelan bandas de criminales, atracadores o secuestradores, con demasiada frecuencia surge evidencia de que gozaban de complicidad policial: siempre se recita la misma letanía: que la institución es perfecta y excelente, que sus éxitos son extraordinarios y su actividad merece la apreciación de los ciudadanos: son sus miembros los que pecan, cometen crímenes y son ineficientes. Mientras que el ejército y la policía como instituciones están fuera de toda sospecha sus miembros - ¿y como podría esperarse algo distinto? - muestran las mismas debilidades de sus compatriotas.
El tráfico de drogas produce una crisis profunda en la legitimidad estatal. Su influencia intensificó un respeto ya en disminución por las normas legales y la desaparición gradual del sentimiento de obligación de respeto y obediencia a la ley. Los aumentos en la corrupción, la crisis del sistema judicial y la apelación creciente a las soluciones privadas, violentas con frecuencia, a los conflictos, fueron otro de sus efectos.
Al nivel nacional, los intentos más abiertos de influencia tropezaron con la oposición de los dirigentes de los dirigentes del país y casi siempre se bloquearon. Sin embargo, es clara la habilidad de los traficantes de influir grandes sectores del Congreso y de las autoridades municipales y locales. Es "influencia" más bien que control integral y merece una descripción algo más detallada. Muchos traficantes se convirtieron den importantes autoridades de facto en la política regional. Sus propiedades, sus riquezas y operaciones influyen sobre miles de personas, y sus recursos ayudan a financiar las campañas electorales. Así, un número substancial de políticos locales se convirtieron en una especie de clientela política de los traficantes. En zonas como Cali, las principales figuras de los carteles se mantuvieron alejadas de la actividad política directa, pero desde finales de los setenta mantuvieron estrechas relaciones con un grupo muy amplio y diverso de políticos de ambos partidos, aunque siempre un con una influencia algo mayor sobre el partido liberal que sobre el conservador.
En regiones como la costa atlántica y los nuevos territorios nacionales, donde la política se encontraba más abierta a nuevos participantes, y el tráfico menos monopolizado, la combinación de actividades fue más frecuente, y no ha sido extraño descubrir a políticos dedicados al tráfico mismo o a sus actividades conexas, mientras que otros triunfaban por el apoyo de los traficantes. En 1981 y 1982, en Medellín y el Quindío, Pablo Escobar y Carlos Lehder intentaron participar directamente en la política. Escobar buscó representar al liberalismo e intentó al comienzo, sin ser aceptado, afiliarse al movimiento de Luis Carlos Galán, que se oponía con firmeza al narcotráfico. A pesar de esto, logró hacerse elegir a la Cámara de Representantes, a la que asistió brevemente. Lehder se orientó rápidamente hacia la formación de un movimiento político propio, sin mayores posibilidades de atraer un seguimiento significativo, basado en una mezcla confusa de ideas populistas y autoritarias. Ambos traficantes parecen haber estado motivados al menos en parte por las posibilidades de inmunidad ofrecidas por el status parlamentario, pero sus cálculos acerca de los efectos políticos resultaron inexactos. Aunque los dirigentes políticos regionales no se oponían a aceptar el dinero de los narcos e incluso mantenían relaciones amistosas y de apoyo con ellos, preferían no tener que soportar la presión y la compañía diaria en el Congreso de traficantes conocidos y muy poderosos, y miraron estos intentos con aprehensión más bien que con simpatía. El llamamiento a juicio a Escobar obligó a la Cámara de Representantes a retirarle la inmunidad, en un momento en que la presión de la lucha contra la droga estaba aumentando, con lo que terminó su carrera política abierta y comenzó su vida como un fugitivo de la justicia.
El impacto económico del narcotráfico.
No me corresponde analizar en detalle la magnitud económica del negocio de la droga y su impacto sobre la economía nacional. Son varios los estudios que se han hecho en este sentido, y aunque existen amplias divergencias entre los cálculos de diversos autores, en general la imagen que surge de los trabajos de los economistas es la de un tráfico de una magnitud muy inferior a la que aparece en las noticias de los periódicos y en las declaraciones de los políticos. Evidentemente, en determinados momentos de escasez de divisas los ingresos de la coca pudieron ayudar a mantener condiciones favorables para el comercio exterior, la importación de bienes de consumo, el manejo de la deuda, etc. Igualmente la demanda de ciertos productos -vivienda suntuaria, diversiones, vehículos costosos- genera dinamismo económico y empleo. Pero para una economía que lucha hace varios años por impedir el crecimiento de sus reservas, estos flujos son prescindibles o reemplazables por otros. Y los elementos de distorsión que ha introducido la droga en la economía colombiana deben considerarse como costos: los costos militares y judiciales, las distorsiones en la calidad de la inversión publica, el impacto sobre la eficacia del estado de la corrupción y sus gastos adicionales atribuibles a la droga, como los que tienen que ver con la lucha contra la droga, y los incrementos en las cargas de la justicia y la policía, son difíciles de estimar pero son costos reales.
En 1978-82 el primer boom de la droga coincidió con una crisis industrial: la aplicación de los recursos de la droga ante todo a la importación de bienes de contrabando agravó esta situación, y minimizó el efecto positivo de balanza de pagos que podía haber tenido. En la actualidad el impacto de los altos niveles de contrabando, que se sigue usando como una de las formas favoritas de convertir dólares en pesos, parece menos grave. Lo que quiero señalar es que, fuera de las declaraciones retóricas y las afirmaciones polémicas, el impacto de la droga sobre la economía colombiana parece marginal y prescindible, aunque puede a veces ser, en términos económicos, positivo, y a veces negativo. Esto dista mucho de lo que parece creer por ejemplo la DEA, que en un estudio reciente, titulado, "El impacto del lavado de dinero de drogas en la economía Colombiana" afirmaba que si Colombia sigue debilitando sus exportaciones de otro estilo y permitiendo que crezcan las ilegales, "podrá ser el primer país en volverse económicamente dependiente de la industria del narcotráfico".
Se han hecho varios cálculos acerca del tamaño de las exportaciones colombianas de drogas. Parte considerable de las divergencias entre ellos pueden explicarse por la metodología y por la definición de lo que se consideren ganancias o exportaciones colombianas. Aunque los medios y la policía presentan con frecuencia el valor de las capturas de droga a términos del valor en la calle en los sitios de consumo, es esencial distinguir entre el precio que el importador paga por la droga al país de producción, que es el que representa los ingresos totales directos de los traficantes colombianos ( y que incluye, además de los pagos a cultivadores y productores, las ganancias de los empresarios que se han especializado en las líneas de transporte y comercialización, así como los costos en protección, soborno y apoyo a entidades estatales colombianas, del precio de producción mismo (el valor en laboratorio) y sobretodo el precio final pagado por los consumidores. La parte de éste último que corresponde a los exportadores colombianos es sin duda muy pequeña, a pesar de los esfuerzos de algunos de ellos por controlar el tráfico final en algunas ciudades norteamericanas. Es también esencial subrayar que las ganancias de los narcotraficantes no son iguales a lo que recibe el país como pago por las exportaciones de droga, en términos de divisas, pues una parte importante del precio pagado por la droga permanece en los Estados Unidos y otros países en los que es fácilINVERTIR DINEROS provenientes de actividades ilegales o que ofrecen sistemas bancarios con buena reserva, por ejemplo Panamá, algunas islas del Caribe o Suiza.
1. Las ganancias totales de los traficantes para el período 1981-1988 fueron calculadas en 14.000 millones de dólares (Gómez, 1990). Esta cifra representa en esencia el valor de las exportaciones de droga en puerto norteamericano, y no tiene en cuenta el papel que puedan tener los colombianos en la distribución -al por mayor o al menudeo- en los Estados Unidos. El punto de partida para estos cálculos fue la producción de pasta de cocaína y las cifras de su importación a Colombia para procesamiento en nuestro país, las probables exportaciones a los Estados Unidos y los precios reportados por la DEA.
2. Otro cálculo llega a la cifra de 18.000 millones para los cinco años de 1988 a 1991 (Kalmanovitz, 1994). Estas cifras representan ganancias netas, pues el autor deduce un 30% de los valores en los que calcula el total de exportaciones. La cifra, mucho más alta que la de otros analistas, asume que las exportaciones de cocaína a Europa alcanzan el 70% de las de los Estados Unidos, lo que es discutible. Kalmanovitz buscaba ante todo demostrar que sus cifras son compatibles y congruentes con las que se refieren a la economía colombiana en su conjunto, e implican ganancias netas de 3.000 a 4.000 millones de dólares por año, más o menos el 10% de PIB y el 70% de las exportaciones legales. Por esta razón, afirma la existencia de altos niveles de contrabando (importaciones ilegales y subfacturación) a Colombia. Adicionalmente, estos recursos financiarían la fuga de capitales: se convertirían en activos en dólares fuera del país, en manos de los narcotraficantes mismos o de quienes les han vendido sus propiedades.[22]
Los traficantes traen a Colombia solamente una parte de sus ingresos (Thoumi, 1994, pags. 60-61). En principio, necesitan convertir en pesos (y en ese sentido, lavarlos en Colombia) los dólares que requieren para algunas de sus actividades. No es muy sensato acumular dólares físicos en Colombia para tenerlos eventualmente que exportar (especialmente si las tasas de devaluación del peso contra el dólar son, como en los años noventa, consistentemente menores que la inflación interna), excepto para contar con recursos de emergencia. Dado el tamaño de la economía colombiana, los esfuerzos de convertir grandes cantidades de dólares en pesos generaron desde 1975 en adelante una tasa de dólar paralela o no oficial que estuvo prácticamente siempre por debajo de la tasa oficial; esto elevaba el precio interno de muchos de los bienes más apetecidos por los narcotraficantes, como la finca raíz. No debe olvidarse que el comprador de dólares, al fin de la cadena, debe gastar sus dólares afuera, sea que los convierta en activos en el exterior (el capital que teóricamente ha sido traído por los narcos, en este caso, no entra realmente, sino que aparece en las cuentas como capital "fugado"), sea que los use para importar bienes ilegalmente, sea que los use para viajar. Estos, de acuerdo con Kalmanovitz, son los usos principales de los productos del tráfico de drogas (Kalmanovitz, 1994, p. 35).
Las actividades que requieren convertir los dólares en pesos incluyen las siguientes:
1. Los costos locales del tráfico. El pago por las materias primas se hace usualmente en Perú y Bolivia, aunque Colombia es ahora una fuente importante de hoja de coca; en Europa para los precursores químicos, y en varios países, sobre todo Estados Unidos y Panamá, para muchos de los costos de servicios y materiales de seguridad, como armas, equipos de comunicación, etc., que se obtienen legal o ilegalmente. Los costos locales incluyen la remuneración de los cultivadores colombianos, los costos de refinación y transporte, los pagos por equipos de seguridad, vehículos y aviones cuando han sido importados legalmente y comprados localmente, y los sobornos y pagos ilegales a funcionarios públicos. Según los cálculos de Kalmanovitz los costos totales equivalen al 30 de las ganancias brutas
2. El consumo conspicuo de los traficantes y sus clientelas, que incluyen viviendas de lujo, vehículos, bienes de consumo y grandes gastos en recreación y diversiones, así como los gastos motivados por la generosidad, la filantropía o el deseo de ganar apoyo personal y amistad personal o política de otros; un ejemplo típico de esto fue la INVERSIÓN EN vivienda de bajo ingreso realizada por Pablo Escobar en Medellín. [23]
3. La INVERSIÓN EN otras actividades, incluyendo propiedades rurales, finca raíz urbana, e innumerables actividades económicas de tipo comercial o industrial que se han investigado poco: firmas de alimentos procesados, compañías de transporte y seguridad y una gran variedad de cadenas de almacenes.[24] Parece haber consenso en que en general la inversión se mantuvo por fuera de los grandes grupos financieros e industriales, con algunas excepciones a comienzos de los años ochenta.
Lo anterior genera un sistema de equilibrios entre los activos que se mantienen fuera y dentro de Colombia, en el que la mayoría de estos activos se conservan probablemente en el exterior. Cuando las condiciones financieras del país hacen atractiva la repatriación de activos, o cuando las condiciones legales ponen en riesgo capitales que se tienen en Estados Unidos o Europa, se aceleran los flujos a Colombia, y viceversa. En una aproximación burda, los gastos de los narcotraficantes apoyan la actividad económica interna en la medida en que financiación la exportación de bienes y servicios adicionales (incluyendo el pago de deuda para deudores legítimos, las exportaciones de ganancias, la fuga de capitales, etc.) y estimula la demanda interna por bienes y servicios. Algunos activos traídos al país salen inmediatamente, como cuando quienes venden finca raíz, a veces bajo presión por la inseguridad interna, completan el ciclo invirtiendo los ingresos de estas transacciones fuera del país.
Los cálculos acerca de los recursos que entran realmente a la economía dan cifras promedio que fluctúan entre los 800 y los 2500 millones de dólares anuales durante el período 1985-1995. Esto representa un abanico entre el 2 y el 6& del producto interno. Estas cifras muestran que el tráfico no es un elemento decisivo e imprescindible de la actividad económica, pero que tampoco es despreciable. En términos macro-económicos, contribuyó sin duda a que un país perturbado tradicionalmente por crisis de cambios externos causadas por una oferta insuficiente de divisas, se convirtiera en una nación con grandes reservas, incluso con un exceso de reservas. Dentro del contexto latinoamericano, la abundancia relativa de dólares en Colombia ayudó al país a financiar parte de sus obligaciones sin recurrir a un endeudamiento externo excesivo. El equilibro razonable de la economía durante los años ochenta y el modesto impacto de la crisis de deuda externa que afectó a América Latina debe algo, fuera de toda duda, a estos fenómenos.
Los efectos económicos del negocio de las drogas también contribuyeron a la estabilización de las políticas macroeconómicas, a pesar de las dificultades producidas por las presiones inflacionarias creadas por el influjo masivo de moneda extranjera. Sin embargo, no debe olvidarse que al mismo tiempo que se presentaba el boom de la coca ( de 1974 a hoy) la economía sufrió una gradual reorientación. De ser un país cuya política económica se centró en la protección de la industria nacional, mediante un sistema muy complejo de impuestos y controles administrativos, Colombia se movió hacia una liberalización económica casi completa, muy de acuerdo con las tendencias internacionales. Los primeros intentos de liberalización (1975, 1978-82) enfrentaron graves dificultades y provocaron crisis industriales severas: el boom de importaciones golpeó a los productores nacionales, que no tenían una adecuada preparación para la competencia, por la caída de los precios reales de los vienes importados, reforzada por la revaluación del peso. En este contexto, los ingresos de la droga podrían considerarse negativos para la economía en su conjunto, pues estimularon en su mayor parte una demanda por bienes importados que competían con una producción industrial interna de alto costo. Además, reorientaron la demanda hacia bienes como la vivienda de lujo y la propiedad rural, inicialmente para uso suntuario, mientras otros demandantes de estos bienes (sectores populares sin vivienda, productores rurales) vieron que los precios se disparaban a niveles inalcanzables.
En años recientes, cuando Colombia fue capaz de adoptar una política de liberalización externa sin trauma excesivo, es difícil juzgar negativamente los impactos macroeconómicos del tráfico de drogas, excepto en la medida en que distorsionaron los efectos de las políticas estatales al hacerlas más drásticas. La política de reducir los precios de importación para obligar a la industria local a hacerse más competitiva fue en efecto reforzada por el narcotráfico. Las drogas continuaron financiando la expansión de la importación de bienes de consumo e incluso estimularon el regreso de grandes volúmenes de capital entre 1990 y 1993, cuando se presentó una combinación de altas tasas de interés interno, la revaluación del peso y una visión positiva por parte de los traficantes de la política de sometimiento a la justicia del presidente Gaviria.
Si uno quiere analizar con mayor precisión las diferencias entre diversos sectores de la economía, tiene que reconocer que ciertos productores de bienes industriales vieron su situación agravada por la facilidad para financiar el contrabando que ha caracterizado la economía colombiana. Por ello, tienen que hacer un esfuerzo adicional mayor para modernizarse y aumentar la competitividad. Muchas industrias peq2ueñas y medianas han desaparecido en el proceso.
Desde otro punto de vista, se ha calculado que unas 45.000 personas dependen directamente en Colombia del cultivo de droga y unas 20.000 de su procesamiento. Teniendo en cuenta el personal de alto nivel -abogados, financieros, contadores, periodistas- se ha calculado que el empleo directo generado por EL NEGOCIO de la droga llega a 70.000 personas, que representan menos del 0.5% del empleo del país, pero que reciben el 6-7% del ingreso (Kalmanovitz, 1994).
Los costos económicos generados por el tráfico deben también considerarse entre sus consecuencias. Si en los años tempranos (1970-1985) el gasto directo del estado colombiano en la supresión del tráfico no fue alto, el gradual reconocimiento de la amenaza que planteaba fue produciendo un aumento paulatino. El ejército y la policía crecieron rápidamente, sobre todo en los últimos años, y el gasto del gobierno central en estas instituciones pasó del 1.7% en los setenta a casi el 3% en 1994. Ha habido también un aumento igualmente significativo en los gastos de justicia, en especial desde 1991, con la creación de la Fiscalía General y de los esfuerzos por aumentar la seguridad en las cárceles. Otros costos derivados de los altos niveles de crimen y violencia tienen que ver con la pérdida anual de vidas. En Colombia una de cada siete muertes, más o menos, se debe a la violencia, y este fenómeno afecta ante todo a jóvenes al comienzo de su vida productiva. En opinión de los administradores hospitalarios, los costos de atender a las víctimas de violencia han convertido a la mayoría de los hospitales urbanos en "hospitales de guerra", con servicios cada vez mayores de urgencia y accidentes. Los seguros contra el robo y el terrorismo se han convertido en parte normal, pero excesivamente elevados, de la contabilidad de ciudadanos y comerciantes. Las personas más ricas -y a veces las personas comunes y corrientes- tienen que apelar a la protección privada y gastan, además de lo que asume el estado con los impuestos que ellos pagan, sumas elevadas para seguridad personal, guardaespaldas y vigilantes, o cuotas para organismos de defensa privada, sobre todo en el campo. Aunque no hay cálculos de su importancia económica, las industrias de seguridad privada (legal e ilegal), el blindaje de vehículos, la manufactura de puertas y alarmas de seguridad, etc., han adquirido importancia muy grande en la vida colombiana. Algo similar se produce en el mundo de la justicia, con la cada vez más prospera industria de justicia privada. En forma más indirecta, podría observarse el impacto del tráfico de drogas en costos económicos tan remotos como los del sistema educativo (afectado por valores cambiantes pero también por el simple aumento en el nivel de las armas de los estudiantes en los barrios pobres) y los que produce un sistema judicial ineficiente y en el que no se puede confiar, como se discutió antes.
CONCLUSIONES
Uno de los impactos más peculiares de la lucha contra la droga está en el mundo de la comunicación, del discurso y de la retórica, que supera muchas veces el interés por los hechos o los objetivos mismos. Tanto para el gobierno de los Estados Unidos como para el de Colombia lo importante no es tanto lo que se hace, sino lo que la gente vea o crea que hace. Las acciones no se toman para lograr un resultado, pues el único resultado, o al menos el que mas interesa, es mostrar a la opinión que se esta tomando en serio el problema. Por ello, las evaluaciones intermedias que resultan necesarias para juzgar los resultados de la política no tienen interés. Si una política no funciona, no es grave: ya ha cumplido su función de mostrar la voluntad política del estado, sobre todo en épocas preelectorales. Quizá es mas conveniente incluso que no haya tenido resultados, pues permite prometer algo mas novedoso que la continuación de una política que produce unos resultados necesariamente modestos.
Este interés por el impacto de opinión genera unas formas de discusión y de debate alrededor de este tema de muy alta distorsión. El debate que se dio en Colombia en los medios de comunicación, o las declaraciones de los dirigentes políticos, incluido el presidente, con relación a una sentencia de la Corte Constitucional que declaró, en mayo de 1994, no penalizable el consumo privado de drogas, fue una danza mágica de la distorsión: pocos leyeron la sentencia, refutaron casi todos cosas que no decía, y la convirtieron en una propuesta de uso libre de drogas. Con esta deformación se buscaba promover un plebiscito, emocionalmente cargado, en favor de la penalización de la dosis individual. En este caso, a pocos de los políticos que promovieron el debate les interesa que se penalice la droga: lo que interesaba ante todo era hacer una venia a los Estados Unidos (probablemente sobreestimando su efecto, pues a este gobierno no le preocupa mucho el consumo en Colombia) en un momento en el que estaba en cuestión la calidad de la acción colombiana contra la droga y la independencia del estado colombiano de los traficantes.[25]
Desde este punto de vista uno de los efectos más claros de la droga en la sociedad colombiana reciente ha sido volver mas emocionales y menos analíticos los debates públicos en todo lo que tiene que ver con los narcotraficantes. Ahora bien, como el impacto del narcotráfico se siente en la vida económica, en la acumulación de fortunas, en la financiación de los partidos políticos, en la violencia cotidiana y callejera, para no continuar una enumeración inagotable, en los debates sobre estos asuntos el elemento narcótico se vuelve con frecuencia preeminente, con frecuentes desplazamientos de lo que es realmente importante.
Debates emocionales y distorsiones han enmascarado, con pocas excepciones, la ausencia de estrategias de largo plazo para enfrentar, o incluso reconocer, los problemas generados por el narcotráfico. Ningún gobierno, por ejemplo, ha puesto en marcha una estrategia que busque enfrentar el impacto económico y la penetración de la actividad económica nacional por los recursos del narcotráfico, un tema que ha sido tragado siempre con indiferencia relativa y con superficialidad. Los nuevos capitalistas estaban adquiriendo inmensas propiedades rurales, comprando cadenas de almacenes, llenando al país de vehículos de lujo y abasteciendo el mercado de contrabando donde casi todos los colombianos de clase media y alta compraban sus electrodomésticos, sin que se hiciera nada. Además de las dificultades constitucionales de establecer un sistema de control de estos recursos y su posible expropiación, había que enfrentar los intereses creados de la mayoría de los políticos regionales, que dependían para su supervivencia política de las contribuciones de los dueños del nuevo capital. Varios gobiernos prefirieron no combinan la lucha contra la actividad criminal principal de los traficantes con cualquier intento de controlar el dinero que venía de ellos.[26] Por esta razón más bien que propuestas de mecanismos de expropiación o de tributación punitiva, los nuevos capitalistas sacaban ventaja de medidas que, aunque no estaban diseñadas necesariamente para beneficiarlos, lo hacían de manera obvia, como la eliminación o reducción casi completa de los impuestos al patrimonio y a las herencias, así como las frecuentes amnistías tributarias. [27] El debate acerca de las alianzas de los traficantes con sectores del ejército en la lucha contra la guerrilla recibió casi siempre una respuesta en la que quienes lo planteaban eran declarados sospechosos de intenciones subversivas, y solamente las instituciones estatales dedicadas a la promoción del respeto por los derechos humanos pusieron algo de atención a un fenómeno que amenaza con crear un monstruo paramilitar inmanejable.
Tampoco se ha seguido una estrategia coherente e integral para enfrentar la penetración de la droga en la vida política. Los debates acerca de la financiación estatal de los partidos políticos han evitado cuidadosamente este problema y las normas actuales premian indirectamente a los beneficiarios de las donaciones ilegales previas, pues se basan en un sistema de reembolso de acuerdo con los resultados. Incluso las normas en relación con los gastos de campaña continúan dependiendo de la buena voluntad de los partidos mismos: aunque estos deben llevar registros detallados de sus ingresos y sus gastos, no se exige a los donantes incluir sus contribuciones en sus contabilidades y documentos tributarios, no hay penalidades reales para quienes se pasan de los límites señalados ni se tiene en cuenta el valor, muchas veces más importante, de los apoyos en especie.
Solamente en dos áreas ha existido un esfuerzo serio y a veces costoso del gobierno nacional. El primero, por supuesto, es la lucha contra la violencia generada por el tráfico. En este campo, tras años de indiferencia, la administración de Belisario Betancur (1982-86) comenzó a actuar desde 1984, pero incluso entonces lo hizo en forma reactiva y desordenada. El gobierno de Virgilio Barco (1986-1990) definió por primera vez una política integral sobre esto, dirigida a destruir los carteles mediante la captura y extradición de sus jefes. Este gobierno precisó también varios elementos conceptuales que ayudaron a definir una política que mantuvo los mismos lineamientos en la administración de César Gaviria (1990-1994), a pesar de las apariencias tan diferentes. Ambas se basaron en la necesidad urgente de enfrentar el narcoterrorismo mientras seguían más bien escépticas sobre la lucha contra el tráfico mismo de drogas.
En relación con este último tema, la preocupación principal del gobierno colombiano es la política internacional. En efecto, la percepción general dentro del país es que el problema de consumo local de drogas no es muy grave. En relación con las exportaciones, aunque existen posiciones muy divergentes, la opinión más frecuente tiende a subrayar que este es un problema que afecta ante todo a los países consumidores, y que afecta a Colombia solo en la medida en que produce algunos efectos secundarios inquietantes. Para el gobierno de Barco, el más grave de estos era el impacto sobre el funcionamiento efectivo de la democracia, el riesgo de que generara niveles de corrupción, violencia y desorden tales que pusieran en peligro el orden constitucional. Para el gobierno de Gaviria el problema central era la violencia. En todos estos casos, la conclusión es que la responsabilidad propia real de Colombia no es el control del tráfico sino más bien de sus efectos dañinos sobre el país. El problema del control de la droga es en primer lugar la responsabilidad de los países consumidores y de la comunidad internacional en conjunto. Debe ser, como insistieron Barco y Gaviria, un esfuerzo colectivo y cooperativo multinacional.[28]
Además de las consideraciones nacionales, la eficacia de la lucha de Colombia contra la droga debe tenerse en cuenta. En general, incluso aquellos colombianos que consideran que Colombia, como miembro responsable de la comunidad internacional, debe hacer un esfuerzo para controlar el tráfico miran con considerable escepticismo los resultados que podría lograr un esfuerzo nacional. Es fácil argumentar que la destrucción de cosechas, laboratorios y aeropuertos y la persecución de los carteles puede producir resultados de corto plazo, pero mientras la demanda siga existiendo, la droga que se haya destruido o capturado será reemplazada en Colombia por otra o si, las medidas locales son muy eficaces, en otros países. [29] Este argumento conduce inevitablemente a la conclusión de que los costos asumidos por Colombia en la lucha contra la droga son desproporcionados con los resultados que se pueden lograr. Entre los analistas colombianos, predomina la sensación de que los esfuerzos de substitución de cultivos o de grandes campañas contra los carteles son relativamente ineficaces, y que sobre todo representan operaciones que deben hacerse simplemente porque es necesario demostrar a los Estados Unidos que se están haciendo esfuerzos y se están tomando medidas [30]. Aún más, parece extraño que deba hacerse un intento tan vigoroso de atacar la oferta de drogas en Colombia, cuando la oferta en las calles de los Estados Unidos no se ataca con vigor similar, pues desde un punto de vista económico las prioridades deberían ser precisamente las contrarias.[31]
Jorge Orlando Melo
Enero de 1995/revisado 1996
Enero de 1995/revisado 1996